Aída, Antonio y Miguel López

Don Antonio López y su señora Inés

Don Miguel López

La señora Aída López

Resulta difícil ubicar a los López dentro de un oficio tradicional en particular, pues se trata de una familia de aquellas antiguas del campo, en las que una serie de ocupaciones y situaciones diversas formaban parte del día a día. En esos tiempos, había que aprender a hacer de todo, porque de ello dependía salvar una vida, conectarse con lo espiritual y, también, entretenerse. Por eso, no extraña que los miembros de la familia conserven numerosos versos, rezos, ritos, cantos, adivinanzas, entre otros elementos de la cultura popular.

Hijos de Juan Francisco López Leiva e Irene del Carmen Cornejo Pérez, los hermanos López nacieron en el fundo Las Cruces de Bucalemu, de donde provenía la familia materna, mientras que por el lado paterno eran de Cahuil, donde se cosechaba sal y cochayuyo, y se salía a vender a distintos lugares en carretas con mulas.

A los tres años, don Antonio comenzó a acompañar a su papá, Francisco López, en el trabajo, motivo por el que no pudo estudiar. «Desde muy niño me echaba a caballo y me ponían a trabajar. No sé leer ni escribir, todo lo tengo en mi mente», señala.

Cuando don Antonio tenía cerca de cinco años, don Miguel tres y la señora Aída dos, la familia López se trasladó a San Vicente con sus mulas y carretas. «Pasamos la cuesta del Alto Colorado, llegamos abajo, había un zanjón y un puente de cimbra. Alojamos en la ribera, y al otro día los bueyes no querían pasar por el puente. Buscaron unos sacos y les taparon un lado de la vista, los pescaron de picana y ahí tiraron para adelante para caminar, y ahí los bueyes los siguieron y todos pasaron, después las mulas detrás. Mi mamá, me decía, “¡por Dios se va a acabar el mundo, mira cómo se está parando el puente!”, porque las tablas se levantaban donde no estaban bien clavadas», recuerda don Antonio.

Este traslado se debió a que don Alberto Echeñique, dueño del fundo Idahue, buscó al papá de los López para encomendarle el trabajo de bajar leña del cerro. Corría la década de 1930.

Estuvieron seis meses en Larmahue, para luego llegar al sector de Calle Mena, en Pencahue. Ese viaje coincidió con la erupción de un volcán. «Ahí en las turbinas había más de treinta centímetros de ceniza. Había tanta ceniza que había un perro negro que era blanco», recuerda don Antonio.

En 1942, se instalaron en una casa del sector de San Marcos de Idahue. En ese mismo sitio vive actualmente la señora Aída.

Antonio, Aída y Miguel tuvieron más hermanos, varios de los cuales fueron poetas populares y cantores a lo humano y lo divino; por su parte, la señora Aída, además de cantar, santiguaba y fue partera, por lo que guardó en su memoria no solo innumerables versos, cuecas y tonadas, sino también oraciones, ritos religiosos y procedimientos para dar a luz. Los rezos, como en buena parte de las familias del campo, eran parte del día a día de los López, al igual que la poesía popular y los distintos oficios del campo.

En el caso de don Antonio, él no canta, pero aprendió a hacer versos de lo que escuchaba. «Yo los hago en la mente mía, no sé leer ni escribir, no me mandaron a la escuela porque trabajaba. Escuchaba palabras y las iba pegando para armar los versos», señala. También aprendía versos de su hermano Alfonso, que era cantor a lo divino.

Don Miguel, por su parte, también aprendió a hacer versos solo y fue poeta y cantor a lo humano y lo divino. En sus inicios aprendía versos de sus amigos y familia: durante el día los escuchaba y por la noche los escribía para memorizarlos, esa era su forma de aprender. Con el tiempo guardó muchos cuadernos con versos, pero luego los prestó y nunca se los devolvieron.

En el caso de doña Aída, ella aprendió muchos versos de uno de sus hermanos fallecidos, don Alfonso López, quien era poeta y cantor a lo divino. Don Alfonso no sabía leer ni escribir, por lo que le pedía a su hermana Aída que le recitara los versos que conseguía con otros poetas. Así, ella se aprendía de memoria los versos y se los decía cuando él se lo pedía. Por esta razón, ella recuerda muchos de esos versos hasta el día de hoy.

Además de memorizar versos, la señora Aída adquirió el oficio de partera. Mirando mientras asistía a una partera más antigua, aprendió todo lo necesario para atender un parto, por ejemplo, cómo cortar el cordón umbilical y qué remedios se deben utilizar en determinadas situaciones. Este aprendizaje fue de suma importancia para salvar vidas, tanto del recién nacido como de la madre, en tiempos en que llegar hasta los hospitales requería un gran esfuerzo y, en algunos casos, varias horas de viaje que una mujer a punto de dar a luz no podía soportar. En su primer parto, recuerda que nacieron mellizos, un hombre y una mujer. «Hicimos fuego, pusimos los tarros al fuego, teteras para lavarla a ella y a la guagua y fueron dos, la mamá no sabía que tenía dos», cuenta.

Además de atender partos, doña Aída heredó de su padre el oficio de santiguadora. «Doy gracias a mi padre que me dejó ese don. Cuando fui a recibir el don de mi papá tenía como veintidós años. Me dijo “mija, quiero hacerle una pregunta y decirle yo también estoy viejo, paso por allá en los cerros, en los potreros, y hay gente esperando para santiguar, ¿quiere ir conmigo a San Vicente para hablar con el padre y le dé el don para santiguar?”. El padre Miguel Bustamante me hizo varias preguntas y yo le contestaba, me dio la bendición el padre y me enseñó», recuerda la señora Aída.

Los López cantaban versos principalmente en las novenas y velorios de angelitos, que eran muchos en esos años (hasta la década del 70 aproximadamente), puesto que había una gran mortalidad infantil. «Cantaba tres noches a veces y también componía versos. Yo tengo orgullo por eso, con Dios, porque Dios me ha ayudado, me dio el talento que tengo», señala don Miguel.

Otra de las ocasiones en que se cantaba a lo divino eran las celebraciones de la virgen del Carmen que organizaba la mamá de los López en su casa. Ahí, la señora Aída recuerda que se servía mistela y bizcochuelo a los cantores, y, junto con el canto a lo divino, rezaban el rosario con letanías. También se celebraba una novena para San Judas Tadeo, en la que también se cantaba.

La señora Aída, como ya hemos dicho, además de cantar, desarrolló el oficio de santiguar, actividad para la que siempre estuvo disponible ante quienes la requirieron; hoy ya no lo hace mucho, pues, como ella misma explica, «ya no estoy en edad y hace mal, porque pone mucha fe en Dios uno, se concentra rezando y encomendando al niño o a la persona».

Respecto al cómo se santigua, la señora Aída cuenta que «primero se pide permiso a Dios y se reza pidiéndole su voluntad para santiguar. Digo en el nombre sea Dios y María Santísima. Me persigno y pido, rezo por esa persona. Rezo el credo en la mollera, el otro a la izquierda, el otro al derecho. Después rezo el padrenuestro y el avemaría en la cabecita. Padrenuestro y avemaría al izquierdo y al derecho. El Señor Mío Jesucristo a la espalda de la corona hasta abajo en cruz hasta terminar el rezo. Cuando se terminan esos rezos, se clama al señor que le devuelva el espíritu a su centro tres veces, se termina el rezo y se reza el Bendita sea tu Pureza».

La señora Aída también conoce muchas oraciones que se rezan por distintos motivos y en momentos específicos, como por ejemplo, cuando una persona viaja, cuando se va a dormir, cuando alguien está por morir, cuando se llega a un velorio, cuando se está sacando un cuerpo de la iglesia rumbo al cementerio, cuando se va a dejar el ataúd en el cementerio, entre otros. Todos los días, la señora Aída reza alguna oración. Tal como ella explica, «una bendición es algo muy lindo, vale mucho, cuando estoy sola por ahí, encomiendo a toda la gente, a los que viajan:

Por aquel costado abierto
viene de sangre bañado.
El vestido que ella treida
nunca se habeida manchado.
Era sangre ‘e Jesucristo
y sangre de su costado.
Por aquí pasó una noche
muy lloroso y lastimado.
Levántate hombre, le dijo,
no vivai tan descuidado,
mira que falta que andar
todo el monte del Calvario.
Ha pedido un vaso de agua
y de vinagre le han dado,
se ha topado con Jesucristo:
Jesucristo era su padre;
se ha topado con los ángeles:
los ángeles son sus hermanos;
lo toman de una mano,
a Jerusalén lo llevan
cruz en frente, cruz en mano.
En todos los caminos que
no encuentre enemigo malo
Amén».

Otra importante ocupación de la señora Aída era la confección de ajuares para velorio de angelito, que aprendió de la señora Ramona, una vecina. «Se compra metro y medio de lienzo, se hacen las manguitas, el rebaje y se cose a mano, porque ese es el último favor que se le hace al niño. También se hace un cordoncito, una cinta del mismo género que se amarra y se pone como rosita; esa cintita decían que el angelito se la pasa a los padres y padrinos para que se tomen de ella», explica. El niño vestido se pone en una silla sobre un altar armado en una de las habitaciones de la casa, ahí los cantores a lo divino entonan sus melodías. La señora Aída recuerda que, además de sus hermanos, cantaban don Vito Peña, don Arturo Pavez y Lucho y Germán Meneses, todos de Idahue.

Actualmente, los López observan con preocupación cómo han ido desapareciendo los oficios tradicionales que por tanto tiempo ellos han practicado; creen que esto puede deberse a falta de interés de parte de los jóvenes, pero también, a un cambio en la forma de ver y entender las cosas y la vida. Tal como explica la señora Aída: «Hay cosas muy lindas y muy antiguas que hoy ya no se enseñan. Sería muy bonito si las nuevas generaciones las pueden aprender, para que no se pierdan. Porque a uno estas cosas ya se le van olvidando, porque no siempre se repasan. Antes se cantaba más, y también se rezaba más, y nos hacían aprendernos muchas cosas de memoria. Mi hija, Esther, es buena para los rezos y las adivinanzas. Pero ya cada vez la buscan menos a uno para eso. Aunque siempre viene alguien a pedirme que vaya a rezarle a un enfermo o a veces que santigüe a un niño o que bendiga un auto. Es muy bonito que otros jóvenes canten y se interesen por los versos y por saber rezar. Todos deberían saberlo».